Édouard Boné[1]
Permítaseme concluir este breve retrato de Pierre Teilhard de Chardin con un recuerdo muy personal que refleja muy bien al sabio, pero mejor aún al hombre y al religioso, para que parezca fuera de lugar.
Se remonta al curso 54-55, el último año de vida de Teilhard. Yo estudiaba por entonces en la Universidad de Zurich y preparaba mi tesis doctoral en paleontología. Ya dije antes cómo había sido introducido en la lectura de los manuscritos de este hermano mío jesuita, y lo que me había permitido entrar en contacto personal y encontrar en él un guía; y cómo iba a introducirme también, más tarde, en los grandes campos de excavación.
Pues bien, ese verano de 1954, me encontraba yo una noche en el tren nocturno que une Zurich con París. Como joven estudiante no muy adinerado, me había acomodado en un compartimento de tercera clase… haciendo acopio de todo mi ánimo para afrontar un viaje que se anunciaba muy poco confortable. El azar me llevó a sentarme junto al director científico de las ediciones Benzinger, de Einsiedeln. El doctor Bettschard, que así se llamaba, era un hombre encantador y muy culto: apenas habíamos pasado Basilea, para iniciar la travesía del Franco Condado, cuando ya estábamos hablando de filosofía, literatura, equilibrio europeo y… ciencias. ¿Quién de los dos introdujo en la conversación el nombre de Teilhard? No lo sé, pero el prestigioso pensador ocupó ya toda nuestra conversación hasta la llegada a la estación de París-Este, al amanecer.
Recuerdo al lector que, en ese mes de agosto de 1954, Teilhard vivía todavía. Pero aún no se había publicado ningún libro con su nombre. Teilhard sólo era conocido en los medios rigurosamente científicos o en círculos intelectuales muy limitados, incluso elitistas, y mayoritariamente francófonos. Llegué a sugerir al director de ediciones con el que viajaba que publicára una traducción alemana de algunos grandes textos de Teilhard. Me atreví a sugerirle que suscitarían un gran interés entre la intelectualidad alemana, todavía completamente desconocedora del pensamiento de nuestro común amigo.
A Bettschard la idea le resultó seductora. Yo, por mi parte, pensaba que, al no existir todavía ningún libro disponible (recuerdo que el primero de todos, El fenómeno humano, no había recibido aún el «placet» de los censores), no sería demasiado difícil realizar una especie de antología de unos veinte ensayos, sobre la base de artículos publicados con anterioridad en Études, por ejemplo, o en la Revue des Questions Scientifiques, etc. Pero ¿cómo llevar a cabo la selección de estos textos?, ¿cómo «situarlos»?, ¿cómo garantizar su articulación para presentar una pequeña «Suma», no demasiado infiel, del pensamiento teilhardiano? Bettschard pensaba que yo podría encargarme de la tarea, puesto que conocía bastante bien el pensamiento de Teilhard. De todos modos, era preciso obtener la autorización del autor, y puesto que yo era su joven hermano y amigo, me rogó que iniciara el asunto.
A las 7 de la mañana llegaba yo a la estación de París-Este. Tras un aseo mínimo para olvidar la fatiga de la noche, un café solo bien cargado y dos croissants engullidos sobre el mostrador de un bar de los alrededores, me encuentro llamando a la puerta de Teilhard en la residencia de los jesuitas de la calle Monsieur. Allí lo encontré, por ventura, tras haber regresado de Nueva York la antevíspera, para pasar algunas semanas de vacaciones en París. Me dispensó su acogida de siempre, infinitamente cordial, con esa mirada profunda, dulce y luminosa, a la vez que penetrante, que le era habitual y que a mí siempre me fascinaba. Le cuento sobriamente el encuentro y la conversación de la noche pasada con Bettschard, la propuesta de la edición alemana de una pequeña «antología» de su obra, la buena disposición de la editorial Benzinger.
Teilhard no se enreda en matices o detalles. «Adelante, me dijo, le doy carta blanca… Usted conoce mi pensamiento. Su selección será la mía». Luego, de pronto, se detiene un momento. Hasta ahora es el científico quien ha hablado, el científico para quien no existe celosa propiedad del pensamiento. Pero Teilhard sabe también que en esos años difíciles, en los que le persigue una cierta sospecha en los medios eclesiásticos, su Superior General se ha reservado la autorización de sus publicaciones. «Hay que solicitar la autorización romana…». Le replico: «Padre Teilhard, eso es asunto suyo, en el ámbito de la obediencia religiosa. A usted le corresponde obtener el permiso. Mientras esperamos, ¿puedo empezar ya, en nombre de Benziger y para mayor eficacia, la preparación de la antología que desean?» -«De acuerdo. Voy a escribir a Roma. Usted apriete el acelerador. Luego, ya veremos…».
Así pues, me empleé a fondo y pasé unos cuantos cientos de horas releyendo la obra de Teilhard, para elegir, junto con otro amigo jesuita buen conocedor de Teilhard, los textos más significativos entonces disponibles, hacer una presentación adecuada de los mismos y relacionarlos entre sí oportunamente… En una palabra, para preparar la antología de «fragmentos seleccionados» que deseaba la editorial Benzinger.
Ocho meses más tarde (el manuscrito estaba ya acabado y preparado para la impresión), el 15 de marzo de 1955, recibí una carta de Teilhard, sin duda una de las últimas que escribió, puesto que murió el domingo de pascua, el 10 de abril de 1955. Era una carta muy breve, apenas doce líneas, que me sé de memoria y que conservo como una reliquia. Hela aquí: «Mi querido amigo: sólo unas palabras para desearle un buen viaje [Teilhard sabía, en efecto, que yo estaba a punto de partir para África del Sur, para proseguir allí con el profesor Dart, en cuyo equipo él me había introducido, nuestras excavaciones sobre el Australopiteco, en las cuevas del Transvaal] y para decide que me acaba de llegar de Roma una respuesta negativa en relación con el proyecto de publicación en Benzinger. El Padre General ha decidido que era mejor no extender el influjo de mis ideas… [Teilhard no era un ingenuo: al margen, corregía con un añadido a mano: no extender ¡aún más! mis ideas). Yo me lo esperaba, y ello no disminuye en un ápice mi ánimo y mi convicción de que nada podrá detener en lo sucesivo la marcha y el éxito final de unas ideas que nos son queridas a usted y a mí (me refiero a la síntesis «implosiva» de lo Crístico y de lo Evolutivo). Pero, mientras tanto, usted ha realizado un gran esfuerzo para nada, lo cual me disgusta. Le estoy vivamente agradecido. Buena suerte en África. Fielmente en Cristo, Teilhard».
Ni una palabra de amargura, de mal humor o de agresividad: «sólo estoy disgustado por el esfuerzo que usted ha realizado para nada…». Sólo piensa en los amigos frustrados. Ni el más mínimo repliegue sobre sí mismo, ni un átomo de amor propio herido. El gran Teilhard, soberano, libre, de una pieza…
Bruselas 28 de enero de 1999,
en la fiesta de santo Tomás de Aquino.
[1] Édouard Boné, ¿Es Dios una hipótesis inútil?, Santander, España, SAL TERRAE, 2000, colección «Presencia Teológica», pp. 194-197