EDUARDO GARCÍA PEREGRÍN

Catedrático de la Universidad y Académico

El domingo de Resurrección 10 de abril de 1955 moría en Nueva York el insigne jesuita Pierre Teilhard de Chardin, a punto de cumplir los 74 años de una vida entregada a la Geología y a la Teología. Unos pocos días antes de su muerte había comentado a uno de sus familiares que le gustaría morir el domingo de Resurrección… y la premonición se cumplió. Al cumplirse ahora el sesenta aniversario de su muerte, sirvan estas líneas como homenaje a un hombre que supo unir una vida dedicada a la investigación con un proceso continuo de crecimiento en la fe; un hombre en el que confluyeron un profundo espíritu científico y religioso, que le llevó a escribir, sólo tres días antes de su muerte, el resumen de su pensamiento: «Cosmos = Cosmogénesis → Biogénesis → Noogénesis → Cristogénesis». La repetición del sufijo génesis tiende a indicar que, para él, el cosmos es un proceso en constante evolución, centrado en el Hombre (noogénesis) pero atraído por Cristo, el punto Omega, el Dios de hacia delante, y no sólo el Dios de hacia arriba.

            Le tocó vivir en una época en que la evolución era tenida todavía como algo no totalmente aceptable por la Iglesia, lo cual representó serios problemas en su vida como el último apercibimiento recibido en marzo de 1955: «Haga usted ciencia apaciblemente sin mezclarse en filosofía ni teología». Hoy, cuando la relación entre ciencia y religión parece encaminarse por otros derroteros, no viene mal recordar la necesidad que planteaba de hombres que, animados simultáneamente por las dos especies de fe, operen en ellos mismos la unión de las dos «potencias místicas», tanto más convencidos del valor sagrado del esfuerzo humano por cuanto se interesan fundamentalmente por Dios.

            Teilhard consideraba la investigación como la profunda búsqueda de la verdad y el anhelo profundo de desvelar todo lo oculto, de explorar lo que permanece ignoto. Ya en 1917 escribía: «La historia de mi vida interior es la historia de esta búsqueda orientada hacia realidades cada vez más universales y perfectas» (“El corazón de la materia”). Sin duda que el hombre ha buscado desde siempre, a la vez por necesidad y por el placer de encontrar. Pero en el siglo XIX, iluminado por el descubrimiento de la evolución global y persistente del universo, el hombre encontró el secreto de la fuerza que le impulsaba a investigar: no sólo saber por curiosidad ni incluso saber por saber, sino «también, y aun quizás más, saber para poder… Poder más para actuar más. Pero, por encima de todo, actuar más para llegar a ser más» (“El fenómeno humano”).

Hoy día, lo que parece claramente aceptable es que el universo no ha sido creado desde el principio como algo perfecto y acabado, sino en un proceso de transformación en la cual el hombre tiene un gran papel que desarrollar. Por eso, el mundo descubierto por la ciencia actual se convierte de nuevo en el lugar del hombre. Es lo que en 1947 presagiaba Teilhard: «Hemos de decidirnos a admitir, por la presión de los hechos, que el Hombre no está terminado todavía en la Naturaleza, no está todavía completamente creado, sino que, en nosotros y en torno a nosotros, sigue todavía en plena evolución… El Hombre, al hacerse adulto, se ve irresistiblemente impulsado a tomar las riendas de la evolución de la Vida sobre la Tierra, y la Investigación es la expresión misma de ese esfuerzo evolutivo, no solamente para subsistir, sino también para ser más; no solamente para sobrevivir, sino para supervivir irreversiblemente» (“Ciencia y Cristo”).

Este sentido de la investigación humana se ha visto confirmado desde una visión antropológica de la creación, ya que si toda ella está llena de una capacidad para la invención, el hombre lo está mucho más. Por eso cada ser humano se convierte en lo que Hefner ha llamado “creado co-creador” junto a Dios, desde su condición de criatura. Como muy bien lo expresa Gesché: «Creado creador, el hombre tiene la misión de culminar el anhelo de la creación entera. Tal es su estatuto».

            Pero el concepto de investigación que tenía Teilhard de Chardin no se puede separar de su concepto de fe basado en la imagen de un “Dios de la Evolución” que es presentado, como fruto de su profunda experiencia religiosa, como la figura comprensiva del Dios que el hombre de hoy desea adorar, frente a otras imágenes que han perdido su fuerza y su atractivo. Se trata de un Dios que no ha querido imponerse, sino que ha aceptado la kénosis de sí mismo, creando un universo en cuya transformación el hombre deberá intervenir continuamente para construirse su propia vida en total libertad. De esta manera, el hombre prosigue su propia creación. Pero ese es también el significado de Dios para Teilhard: un Dios creador que ha creado al hombre creador. Que el hombre no se asuste de su libertad ni de su grandeza. Al contrario, «la criatura debe trabajar si quiere seguir siendo creada» (“Escritos del tiempo de guerra”).