GASPAR Rul-lán Buades 10/04/2015
Pekín, 20 noviembre, 1937. Negros nubarrones se acumulan sobre el viejo continente: España en plena guerra fratricida, la culta Alemania ve impasible el creciente poder del monstruo nazi, la Santa Rusia crea los gulags en los que millones de seres humanos serán "purgados", la católica Italia sueña con la nueva Roma Imperial, Inglaterra empieza a sentir los desgarros de su imperio colonial y el resto de Europa confusa y hundida en una grave crisis económica, no sabe cómo hacer frente a estos monstruos totalitarios que prometen un Nuevo Hombre en un Nuevo Orden Mundial.
Mientras tanto, en el lejano oriente, un jesuita paleontólogo, Pierre Teilhard de Chardin, colaborando en el descubrimiento de nuestro antepasado de hace casi un millón de años, el "homo Pekinensis", nos invita a mirar, no desde fuera, como meros espectadores de una obra teatral, sino desde dentro, como actores del mismo drama, el sentido cósmico de todos estos trágicos acontecimientos, como simples momentos de un proceso de evolución creativa que empuja inexorablemente a la Humanidad, desde el primer momento de su aparición, hacia una cada vez mayor convergencia, cuyo elemento dinamizador es la energía humana, es decir, la suma total de las energías que surgen del poder físico del cuerpo, y de los pensamientos, afectos y voliciones de cada individuo de este pequeño planeta tierra. Nosotros, pobres humanos, en nuestro cortísimo lapso de tiempo en este mundo, nos es casi imposible abarcar los millones de años en que se ha ido acumulando esta energía que ha ido moldeando nuestra historia común, con sus éxitos y fracasos, pero siempre hacia adelante buscando un punto final de máxima convergencia, que Teilhard de Chardin llamó, el Punto Omega.
Imaginemos la evolución técnica desde las toscas herramientas de piedra, hasta los más sofisticados artilugios tecnológicos de nuestros días; el largo camino recorrido desde que nuestro antepasado fue capaz de producir la primera chispa que le permitió dominar el fuego, hasta la moderna energía atómica; el lapso de millones de años desde que el primer hombre, una noche estrellada, levantó la cabeza y se postró ante aquella enorme luminaria en el cielo, y los pasos dados por sus descendientes sobre la luna; las primeras pinturas en la pared de la cueva, y las extraordinarias manifestaciones artísticas que cubren el planeta tierra; las primeras ideas expresadas en sonidos guturales, y la riqueza de lenguajes del mundo actual; y, sobre todo, la primera organización social del grupo humano, y la complejísima estructuración de la actual aldea global. No hay ninguna razón para pensar que esta evolución se haya parado. Si no estamos ciegos, hemos de admitir que la familia humana ha ido, y sigue yendo, con retrocesos esporádicos, mejorando continuamente gracias a la aportación de cada individuo, de su particular porción de energía humana. "En cada instante esta energía humana está formada por la suma de todas las energías elementales acumuladas en la superficie de la tierra. Esta es una extraordinaria potencia la que se expresa en la pluralidad humana".
A la luz de esta visión cósmica de la evolución humana, la Humanidad aparece como un organismo vivo en el que cada individuo, sea rico o pobre, fuerte o débil, cualquiera que sea su color de piel, su cúmulo de conocimientos, sus creencias, su lengua, o su cultura, es como una célula viva diferente que aporta su parte única de energía humana, no para la mera supervivencia, sino para el desarrollo de una vida cada vez más rica de nuestro cuerpo común. La marginación o exclusión de un solo individuo es, por lo tanto, un crimen contra la Humanidad, pues desperdicia la energía que este podría aportar a esta constante evolución. "Una Humanidad, escribe el sabio jesuita, capaz de vibrar de una sola pieza bajo una emoción compartida, cualesquiera que sean sus imperfecciones residuales y las crisis ligadas a su metamorfosis, conduce, necesariamente, a niveles más altos de humanización". Y termina su exposición con la idea de que el Amor es la forma superior de la energía humana. "El Amor de los actos individuales sobre sí mismo y sobre los otros individuos, escribe, es la forma superior y totalizadora de la energía humana".
Hoy, en un brevísimo momento de la evolución humana en que la inseguridad y el miedo parecen dominar la tierra, las palabras de Teilhard de Chardin, cuyo fallecimiento el Domingo de Pascua de hace sesenta años, recordamos hoy, deben llenarnos de esperanza para seguir caminando, pues "bajo el efecto combinado de las necesidades materiales y de las afinidades espirituales de la vida, la Humanidad comienza, alrededor nuestro, a emerger de lo impersonal, para, de alguna manera, adquirir un rostro y un corazón", palabras que repite el Papa Francisco cuando escribe que nosotros los humanos: "alcanzamos la plenitud solamente cuando rompemos las paredes que nos separan y el corazón se nos llena de rostros y nombres".
* Profesor