Félix E. González Jiménez*

Acotaciones previas: a modo de resumen y propedéutica.

Conviene inicialmente resaltar que se trata de una consideración desde los autores citados, sin duda lumbreras del siglo XX, a las que se hace referencia según el orden de su nacimiento, aunque muy cercano entre sí: 1879 A. Einstein y 1881 P. Teilhard. De Einstein se celebra el centenario de sus primeros trabajos más significativos y trascendentes: “Zür Elektrodynamik Bewegter Körper” –Annales Der Physik, 17,1905; junto a aquellas tres consecuentes páginas integradas como conclusión en la misma revista y año, con el título de “Ist die Trägheit eines Körpers von Seinem Energiegehalt Abhängig”. Trabajos recogidos en Einstein y otros (1923). De ambos, Einstein y Teilhard se cumple el medio siglo de su muerte, y muy cercanamente: el 10 de abril de 1995 murió Teilhard y el 18 Einstein. En estas líneas, como breve esquema, se apunta hacia un encuentro con sus obras, su pensamiento, lo que de ellos interesa y pervive e incluso con lo que desde su prospectiva se sigue obteniendo.

El concepto de evolución, como proceso general de la Naturaleza, aparece escasamente, como tal, en el pensamiento expreso de Einstein. Las referencias, recogidas en sus notas autobiográficas (1949-1984) o en los apuntes sobre su vida y obra de Cuny (1962), Holton (1973-1978-1979-1985, 1978-1982, 1995-1998) en el estudio biográfico de Infeld (1983) y el trabajo de Sánchez Ron (2000), se vuelcan enteramente sobre el concepto local de la evolución. Se trata de una manera de apreciarla como reflejo en los detalles que preocupan y ocupan a un científico; detalles que, por una parte, se refieren a la “aprehensión mental del mundo extrapersonal en el marco de las posibilidades que están a nuestro alcance (…) como meta suprema”;  y por otra están en lo que Einstein les pedía a los historiadores de la ciencia cuando les apremiaba a que se  volcaran intensamente en comprender cómo los científicos “pensaron y lucharon con sus problemas”, problemas sí en su entorno, pero con escasa o nulas relaciones con proceso más hondos y largos en el tiempoespacio. Es evidente que en esta consideración Einstein se alejaba del concepto de historia radical  en que la evolución consiste (González, 2005). Pero no es menos claro que la dicotomía establecida entre la “totalidad de las experiencias sensibles (…) y la totalidad de los conceptos y proposiciones” indica que Einstein separaba la lógica, como base de toda estructuración conceptual, de su entrañamiento en el proceso evolutivo general, precisamente cuya pauta pudiera ser calificada como lógica radical (Ibíd.), en tanto Einstein consideraba a aquel “nexo (…) –unión entre experiencia y conceptos o proposiciones- como puramente intuitivo”, asignando en consecuencia un concepto al intuir que, aún entendida en relación con la actividad escolar, no sitúa dentro del proceso evolutivo al que la vida pertenece. El error y limitación, en este caso, son de la misma índole que el atribuido por Einstein a Kant cuando juzga la limitación del concepto de los juicios sintéticos a priori, tratando el físico de justificar su postura desde la consideración de que “todos los conceptos (…) son, desde el punto de vista lógico, supuestos libres”- ¿libres de qué?-, como le ocurre al concepto de causalidad. Apareciendo también aquí  otra limitación en el pensamiento del genial físico, pues si bien entiende “que el pensamiento se desarrolla en su mayor parte sin el uso de signos”  y con escasa conciencia, y aserta que, de lo contrario, no se produciría el “asombro” espontáneo que sigue a algunas expresiones, asombro que “parece surgir cuando una vivencia entra en conflicto con un mundo de conceptos muy fijados ya dentro de nosotros”, afirmando también que la dureza e intensidad de ese conflicto “repercute decisivamente sobre el mundo de nuestras ideas”; y exponiendo finalmente que la “evolución de ese mundo es, en cierto sentido, una huida constante del <asombro>”. Con ello dos cuestiones quedan inconclusas: una se refiere a la aplicabilidad del concepto de verdad que ha puesto en juego, concepto que “sólo entra en consideración cuando existe general consenso <convention>  acerca de los elementos y reglas del juego”; y otra que afecta al entendimiento de qué es el pensar. Si este último, el pensamiento, es un ámbito en el que el conocer se genera como estructura singularizada que se deriva del uso de la razón, a la que a su vez alimenta, su actividad necesita una lengua propia y personal, el autoidiolecto (González, 2005), en la que no hay diferencia entre significantes y significados, entre sintaxis y semántica, de cuyo uso, en la construcción de los discursos pensados, se deriva todo grado de verdad en la comunicación convencional; verdad que, como manifestación de conocimiento, proceso siempre, es incompleta en sí y falible en toda forma de sus manifestaciones. Por otra parte,  –el asombro es el puro nombre de un estadio del pensamiento-. Y también ha aparecido una cierta confusión entre subjetividad existente y objetividad apetecida, que Einstein olvida dándole a la objetividad convencional un rango que nunca alcanza, aunque su genio le permite aflorar cómo no es olvidable, en cierto modo –aunque él mismo no se atenga a ello-, pues, y vuelve a utilizar de nuevo el término evolución de la manera restringida que ya le he atribuido, afirma que “el punto de giro de la evolución, en un hombre de mi talante, consiste en que el foco de atención se despega paulatinamente y en gran medida de lo momentáneo y meramente personal y se centra en el ansia de captar conceptualmente las cosas”, cosas referidas a su pura individualidad. Ansia que se alimenta de cuanto constituye el proceso educativo, como genético o como educación, en ajustada secuencia sin solución de continuidad y en permanente interacción dialéctica desde la embriogenia. Proceso educativo que Einstein no olvida, haciendo a la escuela presente, pero tampoco, como hace con la evolución, encuentra el modo de darle la importancia que le corresponde, posiblemente no entiende cuál es la relación natural existente entre ambos términos. Cierto, y lo afirma, que “en rigor no es necesario que un concepto vaya unido a un signo sensorialmente perceptible y reproducible –palabra-; pero, si lo está, entonces el pensamiento se torna comunicable”, negando el necesario autoidiolecto y el sentido esencial de la comunicación como interactividad de discursos; así como la convencionalidad de los signos y la singularidad de los símbolos. Negación que no es ignorancia en sentido estricto, sino descuido del significado  de la naturaleza de los procesos que maneja pero no analiza. Cierto que el problema es de la época y del estado del conocimiento en ella. Einstein recae, circularmente, en las mismas limitaciones.

Cuando Teilhard utiliza el concepto de evolución, dos ideas previas de otros autores lo habían dejado suficientemente claro aunque con una cierta limitación, pues se trata de un procedimiento en proceso en el que la evolución es tomada como efecto del desarrollo natural manifiesto en los cambios de los seres orgánicos e inorgánicos (Lamarck) o como derivación atrapada en el origen de las especies (Darwin). Para Lamarck (1809-1971) el punto de partida es la observación de un hecho positivo consistente en “la influencia que ejercen las circunstancias sobre los diferentes cuerpos vivos que se encuentran sujetos a ellas”. Principio que obliga a reconocer que toda variación significativa  y perseverante de esas circunstancias produce cambios reales en  las necesidades de los seres vivos  a los que afecta. Que, produciendo las necesidades  y satisfacciones, provoca mayor uso de ciertas partes u órganos de los seres vivos e incluso llega a producir generación insensible de otros nuevos. Los órganos potenciados permiten y facilitan la vida; lo contrario puede acabar con ellos y también anular la existencia. Potenciación o debilitamiento de los órganos que se trasmiten si están en los progenitores. Si, entre 1799 y 1800, Lamarck se ve obligado a cambiar su opinión y admitir que “los organismos evolucionan y que dicha evolución se ve consecuentemente renovada por la aparición de nuevos organismos”, una conclusión contraria al concepto mismo de evolución también se le impone “ que la vida aparece por generación espontánea” (Ruse: 1979-1983). El concepto de evolución se instalaba pero aún vacilante y lleno de hiatos oscuros.

El problema de la evolución, como respuesta a los procesos observados, dejaba claro que era necesario “pensar en leyes naturales para explicar el origen de las especies”, y esta es la explicación de que Ruse (Ibíd.) resalte el enfrentamiento entre Lyell y Lamarck. Pero, si bien las “causas verdaderas” están sujetas a leyes naturales, la duda permanece sobre cuáles son esas verdaderas causas. La evolución se va imponiendo como el tejido derivado de un encaje de hallazgos y acontecimientos que se dan en el pensamiento de personas, hijas de un siglo, el XVII, que abrió a Gran Bretaña a la auténtica modernidad. El altamente significativo paso que la teoría de la evolución da, se origina entre 1830 y 1875, y es más concretamente evidenciado entre los supuestos que mantiene Chambers aún en 1844, y 1859 en que aparece, tras veinte años de maduración, El Origen de las Especies por selección natural de Darwin, aunque con ello no se produjera un convencimiento universal y completo sobre el tema del carácter evolutivo de la naturaleza. La distribución de pinzones y tortugas, descubierta por Darwin en las islas Galápagos, suponían la introducción de hechos incontrovertibles entre los aportados hasta entonces a favor de la teoría de la evolución y su verae causae. La cuestión la plantea el mismo Darwin al aseverar, frente a Lamarck y Chambres,  que “las especies eran una consecuencia natural deducida de principios más básicos”, como Ruse recoge (1979-1983: 336), expulsando, en cierto modo, a estos “principios más básicos” del proceso evolutivo: ha de afirmarse que la selección natural pertenece al proceso evolutivo, no lo genera. Así, no hay accidentalidad en el proceso reproductor dentro de la secuencia selectiva, como Darwin admitía, pues todo ello precisa de los antecedentes desde los que la evolución dispone. Por analogía puede entenderse la parte falaz de las discusiones que enfrentan a deudores de un cierto plantonismo.

La actitud reflexiva y crítica descubre esa falacia rompiendo la vía del enfrentamiento por su disolución en la dialéctica. Lo mejor que pudo ocurrir es que se saliera de la controversia de matiz filosófico y teológico en torno al tema, en esos matices hay más convicciones personales que defensa del hacer científico: si Dios es, el mundo se presenta como su manifestación ante la racionalidad, no hay otro camino para la razón. En realidad, así era la idea central de la obra de Lamarck: una clara tendencia a defender un proceso en continua progresión; proceso defendido por Darwin (1858-1963) al atribuir a Lamarck la idea de que “todo cambio, tanto en el mundo orgánico como en el inorgánico, resulta de la ley, no de interpretación milagrosa”, en lo que, “naturalistas y hombres de ciencia”, pusieron su atención como probabilidad. Aquí sí hubiera sido altamente beneficiosa una oportuna intervención de los filósofos practicantes de un pensamiento fuerte.

Quizás hay que asentar a Teilhard en buena secuencia con Lamarck, Saint-Hilaire, incluso, en un cierto ajuste, más tarde, con Monod, que apela al azar como denominación de la necesidad incompletamente explicada –intensa y extensa saga del pensamiento galo-. Entre Lamarck, que vive entre 1744-1829, y Darwin que lo hace entre 1809 y 1882 existe una gran diferencia, pero una profunda identidad: interpretan de distinta manera el proceso natural del cambio, pero ambos ponen su causa en algo que parece sacado fuera del proceso evolutivo. Es ésta una limitación que todavía hoy penetra en los distintos usos del término evolución. El mismo Huxley (1943-1965), califica a la evolución “como el más central y el más importante de los problemas de la biología”. A pesar de sus evidencias, la evolución no ha alcanzado en los conceptos de este gran biólogo el hecho de ser considerada el acontecimiento básico del universo, más allá de ser problema –problema en su conjunto y en sus detalles-, como todo lo que a evolución se refiere. El universo en sí y en sus partes es un problema en cuanto queda mucho por averiguar hasta conseguir la plena aclaración que la racionalidad demanda de lo que en sí sean lo uno y lo otro –universo y racionalidad, ésta como algo contenido en él- en su compleción. Pero no parece entenderse que lo averiguable por la razón, y lo que ella evidencia como averiguaciones, descubrimientos parciales, también pertenece a la evolución. Por eso el mismo Huxley, que no tiene claro el sentido de su totalidad, distingue el concepto de selección natural del propio proceso evolutivo, sin detenerse a considerar que la selección natural es la denominación convencional de una forma del proceso evolutivo, y como tal, aplicable a concretas manifestaciones de hechos que lo integran. Pero esto no es una convicción en Huxley, que no habla de otra evolución que la que se considera en la biología. Posiblemente, y así lo reconoce Soler (2003: 22, citando a Futuyma, 1998), basándose en la entidad de los “descendientes con modificación y, casi siempre con diversificación”, descendencia a la que no atribuye otro sentido que el biológico, sin entrar en el concepto, más general y trascendente, implicado en el hecho de la precedencia. Ayala (1980 –prólogo al libro citado de Soler) recoge de Darwin la idea de la selección natural, proceso de selección que propicia la secuencia evolutiva, retomando la siguiente expresión: “a la consideración de las diferencias y variaciones favorables a los individuos y a la destrucción de las que son perjudiciales, la ha llamado- Darwin- selección natural”; lo que lleva al sabio español a concluir algo aquí negado: “la evolución es una consecuencia del proceso de la selección natural (Ibíd:14). Esta reducción del cosmos a una parte bien determinada y estudiada, tiene su sentido analítico, pero deja olvidado el sentido sintético que Huxley (1943-1965: 551) reclamara como necesario en este conjunto de conocimientos; una buena idea que no trasciende el campo biológico más que en algunos aspectos de metodologías concretas.  A nuestro tiempo le corresponde no abandonar el rigor pero buscar esa síntesis universal: atender a marcos conceptuales amplios en los que los desarrollos de sus aspectos locales no cieguen la visión de un universo que es esencialmente evolutivo.

Un tanto aislado de las corrientes y de las inquietudes académicas de su tiempo en la biología y en la evolución, Pierre Teilhard de Chardin, tiene una significación singular en el intento de esa síntesis dentro de una búsqueda personal en la que la racionalidad, la suya, la que a él le caracteriza,  intenta desbordar los límites del cosmos que contempla, agregando significados que sólo del conjunto de los constitutivos del mundo pueden proceder. Una actitud honda y mística en la que las “leyes cualitativas del crecimiento”- es de interés este calificativo de esas leyes- necesita de una energía espiritual invasora del todo como proceso y con un acento teleológico en el que principio  y fin se tornan en coincidencia a través del camino del existir. Energía que se encarna en el mundo y se manifiesta en una racionalidad comprensiva que pone luz a las significaciones del ser para aquel gran reencuentro. Una luz prestada por la potencia del origen que hace de ella la plasmación patente de una predestinada providencia en la que el gran poder transforma en retorno hacia sí aquello de sí provenía. El camino deja una estela estética de gran calado pero más patente que nunca su contingencia: pareciera como si el Olimpo no necesitara tal magnificencia para evidenciar su significado. Cierto que posiblemente desde San Agustín, ninguna pangénesis había alcanzado tanta grandeza como pura estética, pero cuya belleza se volatiliza en la ausencia de su asidero. Algo así como la Capilla Sixtina figurada, imaginada, significada en el puro soporte de la fantasía, fantasía mística por excelencia.

Pero fue profundamente cauto San Agustín al poner palabra a un mundo que existe y dejar en el misterio el ser de su existencia, ser de un cosmos sobre cuyo desconocimiento, como profunda ignorancia clama el santo para que el gran hacedor, que tanto amor derramó en su hacer y redimir, le aclare el gran misterio y la suma de la infinidad de misterios menores que lo componen. Pues, ¿a qué tanta inquietud y desasosiego si no viniera a ser colmado de alguna forma y en alguna extensión?. Todo el racionalismo de los siglos VXII y  XVIII, incluso del XIX, ha de ser un aumentar el eco de aquel poderoso reclamo: el Bien como la suma de toda practicidad que plujo al gran Motor Inmóvil, ansiado como comprensión poseedora del misterio cósmico.

El P. Teilhard quiso entrar en la causa del misterio e hizo atribuciones que difícilmente podrían trascenderlo y menos en una época en la que, todavía, si bien de distinta forma que en un siglo anterior, “la emperiría” reclamaba una sustitución de las ideas por aquello que se deriva de los hechos contrastados, sin atender a que éstos, como significados, son solo ideas al fin, pero con un origen de clara inmediatez. Y aquí radica la grandeza y la debilidad e Teilhard: contestar al inalcanzable origen –la respuesta se sale del campo de la racionalidad- conlleva poner al final un cierre que la imaginación no alcanza como trascendencia del mundo. Llevado esto a la “hoja o escama pitecantrópica” introduce dudas en los afanes del antropólogo buscador para quien la propia vida resulta limitada para la inmensa tarea por hacer. En esta unamuniana agonía la ciencia permite conjeturar desde un, al menos, cincuenta y uno por ciento de posibilidades que garanticen una fiabilidad suficiente. Angosto camino para quienes anhelan avanzar y desvelar más ámbitos en el gran misterio, más allá de la verae causae puramente natural cuya búsqueda inquietaba a los predecesores del trabajo de Darwin y que se entendía como ocurrencia natural más que milagrosa –lo que para Teilhard sería algo así como la providente acción en el raquitismo de un fenómeno trivial ante la grandeza del imponente misterio-. Pero ahí está el poderoso empuje de la imaginación de Teilhard en el esfuerzo de síntesis que de él nos interesa. Esfuerzo que en Einstein se acogía a una línea de trabajo –hecha a hombros de gigantes- y a la que el genial físico ajustó su también poderosa imaginación en un trabajo de colosales frutos para poderlo seguir  y ampliar.

La obra de Teilhard se centra en una antropogénesis que se inserta en el conjunto de la vida. La cosmogénesis es el ámbito en el que se da el tiempo del hombre, la  biosfera, tiempo en el que se desarrolla una determinada complejidad natural que conlleva la posibilidad de desalienar al resto del universo en cuanto le permite, se permite a sí mismo, encontrar un sentido al proceso cósmico en su ordenación postcaótica, proceso que se proyecta en el ser humano como yuxtaposición de sucesivas descendencias que propician una estructura escamosa sobrepuesta en su crecimiento. En este crecimiento los artrópodos alcanzan un desarrollo del instinto en tanto que en los vertebrados ya aparece la inteligencia, o razón en ejercicio, que es como se llama la inteligencia sucesivamente aprendida. La esfera de lo pensante, del ejercicio bioquímico que es una razón educada y educable –consistente en una masa encefálica de quilo y medio de protoplasma que genera en su rápida estructuración lo que llamamos conocimiento, conocimiento que identifica a cada persona desde su singularidad-, que constituye un estadio particular de la biosfera que Teilhard llama noosfera. En ella, frente al aparecer “demasiadas veces la Humanidad como un inmenso e incoherente agitarse sin avanzar”, la realidad permite considerar “las cosas desde una altura suficiente, ver fundirse los desórdenes de detalle en los que nos creemos perdidos, en una gran operación orgánica y dirigida en la que cada uno de nosotros ocupa un lugar, átomo sin duda, pero único e irreemplazable” (Teilhard, 1967a: 16).

Si es cierto que la vida es un “fenómeno en la evolución universal”, no lo es menos que su singularidad no sólo no la saca del proceso evolutivo general sino que en ella anida, en su particularidad racionalizada, la cualidad de darle sentido al resto del proceso evolutivo, sentido que no puede desbordar el proceso pues le pertenece, y tiene, consecuentemente, la particularidad de darse en el tiempo –así llamamos a aquello que la movilidad genera por el hecho de existir- que el propio proceso evolutivo produce de manera inseparable como parte de sí. En ese irse produciendo, las formas de vida tienen su momento, momento evolutivo, es decir con antecedentes condicionantes absolutos en el devenir del todo que fue, aunque antes de ser fuera netamente contingente. La razón misma debe conocer, y no puede otra cosa en ese ser posterior que está siendo con la determinación que impone el haber sido, el paso de la contingencia al ser definido. El problema radia en el conocer incompleto y falible que el estar siendo impone a la razón. En este irse dando, ir siendo, el tiempo se pliega al proceso inseparablemente; Teilhard lo sumerge en la evolución y se le evanesce en la esperanza. Como el tiempo no subyace, sino que se genera, una vez más desde San Agustín (1946) a Heidegger (1926-2003), el sentido del tiempo se anhela no se posee. Hay, así, tiempos para Teilhard: en el primero de ellos, las posibilidades se ordenan; en el segundo, la economía del tiempoespacio impone un acomodo hacia la interioridad y el ejercicio de ciertas formas de libertades; en el tercero, “la Humanidad se halla cogida, como en un engranaje, en el corazón de un <vortex> siempre acelerado de totalización sobre ella misma” (Teilhard, 1967a: 110): el fin de una existencia arropada, pero expuesta al frío del misterio, del inexorable fin -¿también en Teilhard el existencialismo abiológico?-, a lo que el fluir que llamamos tiempo, evanesciéndose como fin, pero sin medida, nos lleva.

Cierto que en física el tiempo ofrece el asidero de la periodicidad numerada, asidero ligado al cambio, al movimiento, pero sin inmediata equivalencia con su generación evolutiva cuyo significado se escapa  a la razón porque el significar no permanece ni en forma ni en magnitud. Einstein (1949, 1984) se pregunta sobre el salto mágico que le lleva desde las experiencias sensibles a la formulación de axiomas –también aquí advierte la presencia de la escuela-, pero no lo responde, no se ocupa de ello porque su preocupación va por otra parte, es epistémica, no metaepistémica como corresponde al conocimiento, interés y compromiso de los docentes. ¿Qué son esas experiencias sensibles y cuál su forma de conexión con la realidad a la que se refiere? ¿Qué clase y grado de realidad como forma de antecedente en el tiempoespacio? ¿Qué estructura neuronal tiene con ello común entrañamiento¿ ¿De dónde proceden ambas realidades? ¿La educación es el filum natural, postgenético en cierto modo, necesario pero como todo en el cosmos insuficiente?. Filum al que Teilhard hace referencia, más allá del panspiquismo evolutivo que también le atrae. ¿Piensa Teilhard en un sentido del conocimiento naturalmente capaz de darle significado a la totalidad del proceso evolutivo? ¿Necesita sublimarlo como San Agustín?. Quizás sea necesario variar el sentido de los axiomas –convencionalidades que la razón necesita para fiarse de su proceso-, porque en tanto la radicalidad del axiomatizar no trascienda la sensibilidad que se conforma tomando al tiempo como un continuo subyacente -en el que Teilhard es todavía newtoniano, aunque como tal continuo quede fuera de la evolución- o considerando el ser de lo temporal como un mero dato de las ecuaciones físicas con su reducción al conteo de periodicidades -con lo que se identifica con una dimensión espacial: tiempo como espacio-luz en Einstein que siempre antepuso la significación del tiempo a la del espacio-. En tanto todo eso sucede, la nueva forma de axiomatizar no alcanza el proceder que tiene como guía a la lógica que vengo llamando radical. El campo más básico, esencial y útil para la axiomática está inédito. En tanto, el recorrido por la entidad del conocimiento y la ciencia en la época de Teilhard y la situación de la enorme figura de Einstein en la perspectiva del conocimiento, seguro que nos ofrecerá alguna luz sobre el problema


* Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Educación –Centro de Formación del Profesorado. Departamento de Didáctica y Organización Escolar.